En el curso de Principios de Ética que imparto, discuto en un momento dado la teoría de la evolución neodarwiniana con el propósito de que mis estudiantes comprendan las razones del comportamiento humano en varias esferas sociales a partir de la herencia institiva y neuronal de nuestros ancestros. Aunque la discusión es relativamente breve (no puedo dedicarle todo el curso a Darwin), quiero que se familiaricen con sus conceptos fundamentales. A pesar de ello, me enfrento constantemente a un obstáculo para que ellos entiendan los puntos básicos de la teoría.
Denme una peseta por cada ocasión que se ha utilizado esta imagen para ilustrar la evolución humana ¡y sería millonario!
Para sorpresa de muchos, lo que voy a señalar es que esta imagen está totalmente equivocada y que está muy lejos de representar la propuesta de Charles Darwin y los evolucionistas contemporáneos. Mis pobres estudiantes tienen que tomar una prueba corta al respecto y marco la contestación mala si osan escoger esta imagen como la mejor representación de la evolución del ser humano. A fin de cuentas, es evidencia de que no leyeron el material asignado. Lo sé. ¡Soy terrible!
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Lo que realmente sostenía Darwin
Contrario a lo que mucha gente esperaría, Darwin no fue el primero en idear la noción de “evolución”. Al contrario, para principios del siglo XIX, ya varios naturalistas y clérigos del Imperio Británico habían llegado a la conclusión de que la Tierra era mucho más antigua que los 8,000 años postulados por la información bíblica. Todo parecía indicar más allá de toda duda una edad terrestre mayor a la de cien mil años, tal vez millones de años. Dado este problema, los naturalistas pudieron ver con claridad que la Tierra “evolucionaba”. Los estratos geológicos mostraban claras señales de cambios geomorfológicos a través de un lento, pero larguísimo periodo de tiempo.
¿Qué hay entonces del origen de la vida? Otro problema al que se enfrentaban los naturalistas no era meramente señales de cambio geomorfológicos, sino también de diversas especies extintas que correspondían a las capas geológicas en cuestión. Claramente, los organismos evolucionaron, pero –y aquí está el detalle– nadie conocía el mecanismo de cambio gradual a través del tiempo. Además, el estudio taxonómico de dichos animales extintos llevaron poco a poco a la conclusión de que los seres vivos del presente provenían de los que existieron en el pasado. Este tema era obviamente un tabú en el ámbito cristiano y victoriano del Imperio Británico. No obstante ello, los naturalistas no se desalentaron al buscar las causas de dicho cambio.
Uno de los investigadores más destacados y brillantes del siglo XIX fue Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829) quien desarrolló una teoría de herencia de características adquiridas a la que hoy conocemos como “lamarckismo”. Esta proponía que ciertas características se heredaban en la medida que fueran más útiles para la vida de un organismo en un ambiente dado y que la próxima generación podía heredar. La visión lamarckiana se parece al ícono de la evolución humana (la “marcha” del mono al humano).

Árbol de especiación por selección natural, con las palabras “I think” escritas por Darwin en su libreta (1837).
Charles Darwin no estaba convencido por esta propuesta, en gran medida porque dejaba muchos cabos sueltos. Primero, no se explicaba cómo en el proceso evolutivo se “escogían” aquellas características que fueran “útiles” para un organismo y aquellas que no. Segundo –y más al grano–, no se explicaba en lo absoluto la presencia de características inútiles en los organismos en general (insectos que tienen alas de más, el apéndice humano, entre otros). Finalmente, tampoco explicaba en absoluto la abundancia de especies relacionadas entre sí. Ya para 1837, Darwin había puesto por escrito lo que se conocería en términos técnicos como “la hipótesis de la filogénesis”. De acuerdo con su propuesta, los organismos evolucionan vía selección natural y mediante especiación: este último concepto significa el evento por el cual de una especie de organismos vivos –por razones geográficas, ambientales o de diversa índole–, a través de los años se bifurca en otras especies. Así que la propuesta de evolución no es como la de una serie “lineal” de primates que “culmina” en el ser humano. La imagen más exacta es la de un arbusto en la que el ser humano no ocupa un lugar “supremo” del proceso evolutivo, sino una ramita de ese frondosísimo arbusto. Por esta misma razón, no es preciso llamar a la teoría darwiniana “teoría de la evolución”, sino más bien “teoría de descendencia con modificación“, que es un tipo de teoría de evolución.

A la izquierda, Charles Darwin; a la derecha, Alfred Russell Wallace. Ambos son considerados los padres de la teoría de descendencia con modificación.
A pesar, de su formulación, nunca llegó a publicar su propuesta hasta que en 1858 ocurrió un incidente. Otro naturalista llamado Alfred Russell Wallace envió a Darwin un artículo con el propósito de publicación titulado “On the Tendency of Varieties to
Depart Indefinitely From the Original Type” (“Sobre la tendencia de variedades [de organismos] a divergir indefinidamente de su tipo original”), en donde proponía exactamente la teoría de descendencia con modificación. Darwin se comunicó con Wallace para dejarle saber que había llegado a la misma propuesta anteriormente y por separado. Debido a ello, Wallace invitó a Darwin a dar a conocer su perspectiva científica, lo que llevó a la publicación de un abstracto que hoy conocemos como El origen de las especies mediante la selección natural (1859).

Árbol filogenético como aparece en El origen de las especies (1859).
Desde esta perspectiva, es erróneo lo que usualmente se dice en la calle: “Darwin propuso que el hombre desciende del chimpancé”, “Los evolucionistas creen que los hombres descienden del mono”. De hecho no. Ningún ser humano proviene del chimpancé. Lo que estipulamos los que favorecemos la teoría de descendencia por modificación es que el chimpancé y el ser humano tienen un ancestro común. Los monos actuales y los seres humanos también compartimos un ancestro común –mucho más lejano que el que compartimos con los chimpancés–.
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¿De dónde provino la famosa imagen de la evolución del hombre?
El usual ícono de la transformación del mono o simio menor al ser humano proviene de una mala comprensión de esta imagen publicada por un texto titulado The Evolution of Man publicado por Ernst Haeckel (1879).

Comparación taxonómica que aparece en el libro de Ernst Haeckel, The Evolution of Man (1879).
Esta ilustración de Haeckel no muestra la evolución del hombre a partir del gibbon, el orangután, el chimpancé o el gorila, sino que él la utiliza para comparar las estructuras esqueléticas entre el ser humano y el resto de los simios mayores. Esto lo utilizaba como un dato para justificar la convicción de que todos los simios mayores compartimos un ancestro en común.
Desgraciadamente, a nivel popular, esto no se comprendió bien y se tomó esta imagen como la ilustración de la evolución del ser humano a través de los años. No ayudó mucho el cabezote de la página que hace alusión al título del libro y no a la evolución del hombre per se.
Así que matemos a los simios caminantes … Lo que realmente hace la imagen es confundir al público en cuanto a la propuesta de Darwin y no permite un diálogo fructífero con aquellos que no comprenden la teoría de descendencia con modificación.
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